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El gran circo de la opinión: La república de los Tertulianos

  • Foto del escritor: Mario González Sánchez
    Mario González Sánchez
  • hace 2 horas
  • 3 Min. de lectura

La República de los tertulinos en los medios de comunicación
La República de los tertulinos en los medios de comunicación

En la televisión y la radio de este país ha emergido un fenómeno digno de estudio sociológico: la dictadura de los tertulianos. No hablamos de simples comentaristas; hablamos de expertos en debate, estrategas del grito y analistas de sofá, capaces de transformar un titular de prensa en una epopeya de varias horas con más giros que una telenovela. Hoy, más que informarse, el ciudadano medio parece asistir a un espectáculo donde la opinión tiene más protagonismo que la realidad misma.

Los programas de opinión se han adueñado de todas las franjas horarias, como si existiera un decreto secreto que prohíba cualquier forma de información sin un acompañamiento de voces exaltadas. Mañana, tarde, noche o madrugada, siempre hay alguien dispuesto a dictar con absoluta autoridad lo que la sociedad debería pensar sobre la política, la economía o la última polémica viral. La audiencia ya no necesita hechos; necesita que alguien le confirme lo que ya sospechaba, o mejor aún, que le enseñe lo que debería sospechar.

Los protagonistas de este circo son los tertulianos itinerantes: figuras que cambian de plató como si fueran estrellas de rock en gira, dejando tras de sí una estela de debates repetidos y frases hechas que se reciclan con la eficiencia de un algoritmo de redes sociales. Curiosamente, muchos de ellos guardan vínculos claros con partidos políticos o medios afines, un detalle irrelevante para quienes prefieren escuchar opiniones teñidas de interés antes que información objetiva. El resultado es un ecosistema donde la realidad se disfraza de espectáculo y el espectador se convierte en público de un teatro político interminable.

Los programas de opinión son hoy templos donde la polémica ha sustituido al dato, y donde el volumen de la voz pesa más que la solidez del argumento. La información factual ha sido relegada a un papel secundario, como el suplente de un equipo que entra cinco minutos y apenas toca el balón, mientras la opinión corre por la cancha sin reglas ni control arbitral. Cada tertuliano aporta su dosis de análisis sesgado, clichés ideológicos y, sobre todo, la seguridad de que su voz es la voz de la verdad absoluta… o al menos, la verdad más ruidosa.

Este fenómeno no es casual. La fragmentación de la audiencia y la feroz competencia entre cadenas han incentivado la presencia de estos personajes capaces de generar espectáculo, tensión y retuits en tiempo récord. La noticia objetiva, por su parte, ha aprendido a vivir a la sombra de los gritos y los gestos teatrales, apareciendo de vez en cuando para recordar al público que, efectivamente, hay hechos detrás de la parafernalia mediática.

En la práctica, los programas de opinión han creado una nueva jerarquía en el panorama mediático: al frente, los tertulianos omnipresentes, expertos en convertir cualquier hecho en motivo de escándalo; detrás, los presentadores que intentan mantener el hilo de la noticia; y, casi invisibles, los datos y estadísticas que simplemente esperan su turno para aparecer entre una frase sensacionalista y otra. La lógica del espectáculo ha desplazado la del periodismo: importa más el impacto inmediato que la precisión, más la controversia que la veracidad.

La consecuencia para la audiencia es clara: formarse una opinión propia se ha vuelto un deporte de riesgo. Entre intervenciones dramáticas, análisis interesadamente parciales y la constante rotación de voces mediáticas, el ciudadano curioso debe navegar por un océano de opiniones mientras busca desesperadamente la isla de la información objetiva. Un hecho simple puede recibir cinco interpretaciones distintas en menos de media hora, todas ellas aderezadas con la teatralidad que solo la televisión y la radio saben ofrecer.

En conclusión, la República de los Tertulianos ha consolidado un modelo de comunicación donde la opinión gobierna la parrilla, la información se disfraza de convidada de piedra y la audiencia aplaude, indignada o divertida, según convenga. Mientras los medios sigan premiando el espectáculo por encima de la precisión, los hechos serán un invitado que siempre llega tarde y se va temprano, mientras los tertulianos, omnipotentes y omnipresentes, continúan su reinado absoluto sobre la opinión pública.

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