top of page

El fracaso escolar del sistema: profesores sacrificados en nombre de la burocracia

  • Foto del escritor: Mario González Sánchez
    Mario González Sánchez
  • 1 oct
  • 4 Min. de lectura
El fracaso escolar del sistema: profesores sacrificados en nombre de la burocracia
El fracaso escolar del sistema: profesores sacrificados en nombre de la burocracia

Septiembre ya quedó atrás. Para los que vivimos —o sobrevivimos— a la docencia, este mes era mucho más que un calendario en papel: era un comienzo de año, un reinicio tan vital como necesario. Hoy, ya retirado de mi labor docente, no puedo evitar mirar hacia atrás y ver que la enseñanza, tal como la conocimos, ha cambiado hasta volverse irreconocible. Soy de los que piensan que «ningún tiempo pasado fue mejor». Pero los matices son importantes, y en educación esos matices marcan la diferencia entre un sistema que protege a sus profesores y otro que los expone al escarnio. Yo viví esos matices en primera persona.

Cuando enseñar era posible

Empecé muy joven en la enseñanza y pasé toda mi carrera profesional en un mismo centro educativo. Vi desfilar planes de estudio, reformas con nombre rimbombante, cambios de siglas y de denominaciones, pero el fondo seguía siendo el mismo. En los primeros años de mi labor docente me encontré con aulas llenas de chavales de 15 o 16 años, muchos sin graduado escolar, con grupos que incluso sobrepasaban los 25 alumnos. Y aun así, con esfuerzo y disciplina, más de uno acabó convirtiéndose en ingeniero.

Los profesores teníamos herramientas reales para enseñar. No porque hubiera más recursos, que no los había, sino porque existía una cultura compartida de respeto y de trabajo. La jefatura de estudios, la dirección y la inspección estaban ahí para acompañarnos y respaldar nuestra labor, no para levantar actas ni sembrar el miedo. Hoy, por desgracia, ese escenario resulta casi de ciencia ficción.

La anécdota que hoy sería un escándalo

En mi segundo año como docente fui protagonista de un caso que ilustra con precisión quirúrgica mi posición sobre esta problemática. Un alumno brillante incumplió de manera reiterada los compromisos de entrega de trabajos que habíamos pactado al inicio del curso. Las normas estaban claras y habían sido consensuadas con la clase: quien no cumpliera, no aprobaría. No hubo excepciones ni privilegios; la justicia educativa no distingue entre talento y responsabilidad. Y así fue: el alumno suspendió. Para los demás, esa experiencia dejó una enseñanza clara: la coherencia en la aplicación de las reglas es imprescindible para que la educación funcione.

Pero el alumno afectado y su padre no lo consideraron un acto de justicia; presentaron primero una reclamación ante la dirección del centro y, luego, ante la inspección educativa. ¿Qué ocurrió? La dirección respaldó mi decisión y el inspector la ratificó. Nadie me humilló, nadie me hizo sentir culpable por ejercer mi responsabilidad. El alumno entendió el mensaje, trabajó durante el verano para terminar los trabajos que no había entregado durante el curso y en septiembre aprobó la asignatura. Años después, aquel joven estudiante me invitó a la ceremonia de su boda.

Hoy, tal y como están las cosas, el desenlace de esta historia sería muy distinto. Lejos de contar con el respaldo de las autoridades educativas, me vería presionado hasta ceder. El alumno aprobaría por decreto, el padre se marcharía satisfecho y el inspector celebraría una victoria burocrática. Mi autoridad como docente quedaría en entredicho y gravemente debilitada.

La metamorfosis del inspector

¿Qué ocurrió con la inspección? Hace ya muchos años que el cuerpo de inspectores dejó de ser un aliado de los docentes para convertirse en un ente inquisidor. Ha dejado de escuchar y orientar al profesor, para dedicarse a perseguirlo con protocolos, rúbricas y auditorías pedagógicas que poco tienen que ver con lo que sucede realmente en un aula. Muchos inspectores fueron profesores; saben muy bien lo que significa dar clase. Pero al cruzar la barrera se revisten de traje burocrático y olvidan la memoria del polvo de tiza. Se han convertido en burócratas con memoria selectiva: recuerdan las tablas de Excel, pero olvidan la tensión de enfrentarse a un aula donde la palabra esfuerzo no existe y la única regla inquebrantable es la apatía hacia el aprendizaje. Prefieren vigilar expedientes a respaldar a sus compañeros. Han dejado de ser educadores para convertirse en fiscales.

El miedo como método

Hoy el miedo es un actor más en el aula. Es el miedo del profesor a equivocarse, a ser denunciado, a que un padre lo trate como a un enemigo, a que un inspector lo desautorice. Es el miedo a que cualquier decisión pedagógica se convierta en munición contra él. ¿Cómo enseñar desde el miedo? ¿Cómo transmitir autoridad si la propia estructura educativa te despoja de ella? La respuesta es simple: no se puede. Y las consecuencias están a la vista: aulas con alumnos que saben que el sistema está de su lado, familias que actúan como clientes y profesores que, demasiadas veces, terminan quemados, silenciados o, directamente, abandonando la profesión.

El espejismo del progreso

Mientras todo esto sucede, las administraciones siguen recitando sus mantras: innovación, digitalización, nuevas metodologías. Un discurso hueco que maquilla la precariedad emocional del docente y la pérdida de valores esenciales en el aula. El respeto, la disciplina, el esfuerzo son palabras que se han desvanecido en la nebulosa del tiempo. Y lo que es peor: se confunde flexibilidad con claudicación, inclusión con impunidad, modernidad con burocracia. La educación se ha vuelto un simulacro donde lo importante no es aprender, sino evitar conflictos.

Es hora de hablar claro

El inicio de un nuevo curso debería ser un momento de ilusión, pero muchos profesores lo viven como una condena. No porque no amen esta maravillosa profesión, sino porque ya no se sienten protegidos para ejercerla. Lo que está en juego no son solo notas o expedientes: es la dignidad de una profesión. Y si la inspección sigue actuando como verdugo en lugar de aliado, llegará un día en que nadie quiera enseñar. Entonces, cuando los claustros estén vacíos y los discursos oficiales ya no encuentren a quién engañar, quizá se den cuenta de que el verdadero fracaso escolar no está en los alumnos, sino en un sistema que sacrificó a sus docentes en nombre de la burocracia.

 

Comentarios


Los diseños, los textos y el material multimedia que aparecen en este sitio web son propiedad del autor.

Queda prohibido la utilización de dicho material sin el consentimiento del propietario.

Ourense 2025

  • Facebook
  • Facebook
  • YouTube
bottom of page