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Cuando el poder vale más que la verdad.

  • Foto del escritor: Mario González Sánchez
    Mario González Sánchez
  • 8 may
  • 4 Min. de lectura

El dicho «cada uno tiene lo que merece», tiene raíces muy antiguas y está relacionado con conceptos de «justicia retributiva», es decir, la idea de que los actos de una persona reciben siempre su justa recompensa o castigo. Esta idea ya estaba presente en la filosofía griega. Platón y Aristóteles hablaban de la justicia a modo de dar a cada uno lo que le corresponde. En la mitología griega, diosas como Némesis representaban esa justicia divina que castigaba la arrogancia y premiaba la virtud. En el cristianismo y otras religiones también nos encontramos con este principio. El concepto de «cosechar lo que se siembra» (como en Gálatas 6:7 del Nuevo Testamento) refuerza la idea de que las acciones humanas tienen consecuencias justas. En la sabiduría popular, con el tiempo, esta noción se convirtió en un refrán o dicho popular, expresado de muchas formas en distintas culturas: «Cada quien tiene lo que se merece», «A cada cerdo le llega su San Martín» o «Quien siembra vientos, recoge tempestades»

Estos dichos presentan una visión moralista del mundo, aunque en la práctica muchas veces se usa con tono irónico o resignado, especialmente cuando se aplican a situaciones negativas. ¿Realmente merecemos unos políticos que anteponen sus propios intereses al bienestar común? Hemos aceptado a una clase política que recurre a la mentira y la manipulación como medios para conservar una posición de privilegio. La gran mayoría de quienes se presentan en una lista electoral buscan hacer de la política no solo una profesión, sino también una forma de vida exenta de las dificultades que enfrenta la ciudadanía común.

La situación actual de nuestro país, con un gobierno sustentado por continuas concesiones a los partidos independentistas, es una muestra clara del deterioro político y la falta de dignidad. La necesidad de mantenerse en el poder ha llevado al Ejecutivo a hacer pactos difíciles de argumentar ante la ciudadanía. Estas alianzas, justificadas en nombre de la «gobernabilidad» y la «estabilidad», son en realidad el ingrato precio político que pagamos todos los ciudadanos.

Un Gobierno a Cualquier Precio

El actual presidente del Gobierno ha demostrado una capacidad extraordinaria para adaptarse a las circunstancias con tal de conservar el poder. Promesas incumplidas, giros ideológicos y acuerdos turbios ya forman parte del extenso repertorio de una política de supervivencia. El compromiso con los partidos independentistas, que no ocultan su desprecio por el resto de los ciudadanos, es el resultado de una política de intereses partidistas y personales. A cambio de apoyos parlamentarios, se han aprobado indultos a condenados por sedición, reformas judiciales destinadas a blanquear la situación de líderes independentistas y transferencias de competencias sin precedentes. El relato oficial intenta presentar estos acuerdos como gestos de «reconciliación», pero no son más que concesiones que debilitan las instituciones y la credibilidad del Estado.

La Cultura de la Mentira

En este enrarecido clima político, se ha normalizado la mentira. Ya no nos sorprende ver a nuestros representantes desmentirse a sí mismos sin el menor atisbo de vergüenza. Se han instalado en la opinión pública conceptos como «la máquina del fango», «los difusores de bulos» o «los instigadores de la mentira», usados indistintamente para desacreditar al adversario. Pero lo cierto es que todos participan de esta artimaña indecente, en mayor o menor medida.

La falta de ética y la corrupción moral no se limitan a un solo bando. Desde las promesas electorales que se evaporan en cuanto se cruzan las puertas de las instituciones, hasta las campañas de desinformación, el objetivo parece ser siempre el mismo: confundir, manipular y mantener el control. Y mientras tanto, la ciudadanía contempla impotente cómo los debates parlamentarios se convierten en espectáculos mediáticos vacíos, donde las preocupaciones reales de los ciudadanos no encuentran cabida.

La Comparación con la Segunda República

En una época tan confusa como la que estamos viviendo, no resulta extraño que la memoria nos lleve a comparar la clase política actual con la de tiempos pasados. Durante la Segunda República, las Cortes Constituyentes de 1931-1933 estuvieron integradas por una notable representación de intelectuales y pensadores. Figuras como Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Fernando de los Ríos, Salvador de Madariaga, José Ortega y Gasset, y otros muchos, dieron altura y responsabilidad al debate político. No se trataba únicamente de defender posiciones ideológicas, sino de contribuir al progreso intelectual y moral del país. Aquellos políticos, muchos de ellos también académicos y escritores, creían en la política como un ejercicio de servicio público y reflexión crítica. Discrepaban, discutían y hasta se enfrentaban con vehemencia, pero siempre desde un compromiso legítimo con el bienestar colectivo. Hoy, la ausencia de referentes de esta relevancia es una triste realidad. El ejercicio de la política se ha convertido en un campo de batalla de confrontación sin ideas. Mientras los ciudadanos enfrentamos problemas como el desempleo, la precariedad laboral, la falta de vivienda, la migración o la crisis de los servicios públicos, los discursos parlamentarios parecen diseñados más para generar titulares que para buscar soluciones a las verdaderas necesidades de la sociedad.

Un Llamado a la Dignidad

Es legítimo exigir a nuestros representantes mayor responsabilidad y compromiso. La política no puede seguir siendo un campo de batalla donde la verdad es irrelevante y la ética un valor en decadencia. Necesitamos coherencia, transparencia y respeto por quienes cumplimos con nuestro deber cada vez que somos llamados a las urnas. La democracia no solo es el derecho de elegir a nuestros gobernantes, sino también el deber de exigirles transparencia, rendición de cuentas y el cumplimiento de sus promesas. Los ciudadanos no podemos seguir bajo el yugo de la resignación perpetua. La desafección política solo beneficia a quienes hacen de la mentira su modo de vida. En este contexto, tal vez sea necesario recuperar el espíritu crítico y reflexivo de los intelectuales de la Segunda República. Su legado nos recuerda que la política es un espacio de diálogo y construcción colectiva. Pero para ello, es necesario que quienes ocupan las instituciones recuperen el sentido del deber. No nos mientan más, por favor. Estamos cansados de un sistema que manipula la realidad y tergiversa los hechos, mientras las necesidades del pueblo quedan relegadas a un plano inferior. Es hora de recuperar la honestidad, la transparencia y la ética en la política, y exigir a los representantes públicos que dejen de jugar con nuestras necesidades y nuestras ilusiones.

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